La gran heroína que habrá de salvarnos de un poderoso estallido

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La gran heroína que habrá de salvarnos de un poderoso estallido

Nada decimos de ella. Nada. Pocos, muy pocos, han venido a aliviarla de su pesada carga. Ni se han apiadado de su condición, ni se han condolido ni compadecido de ella, ni aquilatado su labor como soporte de este País. Nadie le ha dispensado la menor compasión. Todos nos quejamos a lo largo de la procesión, pero nadie baja la mirada para ver quién carga y arrastra la cruz sin proferir lamento alguno. ¿Quién?, sí, ¿quién la carga...?

Dábamos por descontada la resistencia física de quien llevaba la peor parte en la peregrinación de los lamentos silenciosos. Nunca habían dado la menor señal de cansancio. Una línea de enormes cruces de madera hacía un horizonte negro de lamentos. Por cada grupo de cinco había por lo menos una cruz, cada cual más pesada que la otra. Todos sufrían por lo visto la misma pena y vociferaban mientras desfilaban lentamente en busca de consuelo y resignación para su dolor. Actuar nunca había representado una alternativa viable. Las esperanzas se cifraban en las oraciones como vía de solución secular de nuestros conflictos. O recurríamos al rosario enrollado entre los dedos de las manos crispadas o echábamos un lazo sobre la rama de un ahuehuete para tratar de dirimir nuestras diferencias...

De pronto, en una esquina, el viento descubrió insolentemente el rostro de uno de los millones de penitentes. Nadie pudo ocultar su vergüenza ni su sorpresa cuando el rostro de una mujer surgió repentinamente del viejo capirote de manta blanca. Cargaba, sin mucho exagerar, la más pesada de las cruces sin dar muestras de fatiga en tanto repetía una y otra vez las plegarias monocordes con fortaleza mecánica. Tenía el rostro cubierto por el polvo del camino. Al reconocerla algunos corrieron a socorrerla, a confortarla, a ayudarla mientras el viento rabioso y justiciero descubría una a una todas las capuchas de la procesión, en particular las de quienes cargaban las cruces de los infiernos.

Nadie se había percatado, pero en la gigantesca procesión destacaban las mujeres, mujeres mexicanas humildes, mujeres de escasos recursos que estiraban el dinero para poder alimentar a una numerosa familia y todavía ayudar a la hermana, a la madre, a la hija o a la comadre igualmente necesitadas. Se trataba de la misma mujer que antes cargaba la carabina y curaba a los heridos sobre la marcha, a la Adelita, a nuestra Adelita, la misma que hoy hace el milagro de los frijoles para que éstos jamás falten, venga quien venga. No faltaban cuando alguien perdía el empleo, no faltaron cuando el marido o compañero traía a la casa a los mismos convidados de siempre después de las agónicas borracheras nocturnas que usualmente eran rematadas con una violación o con una despiadada paliza. Sin embargo, y a pesar de todo, ahí estaban los hijos con la cara limpia y el cuello blanco impoluto, listos para ir a la escuela con un beso tierno en el rostro y una bendición en la frente. Hijos de ella o de su concubino, de una hermana difunta o casquivana, pero a todos los levanta, educa, alimenta, aconseja, anima y ayuda, sacando fuerzas de sus flaquezas, aun cuando ella misma tenga que meter la cabeza en las aguas o tal vez en las heces. Ella lavará la ropa ajena, zurcirá, cocinará, coserá a la luz parpadeante de la miserable buhardilla propiedad de algún agiotista o al amparo de un triste foco, sentada, en el mejor de los casos, en una silla de palo, mientras todos descansan en la atmósfera irrespirable de la promiscuidad nocturna. Y todavía tiene que saciar los apetitos de hombre de su concubino, porque el otro la abandonó con cinco hijos y los que Dios hubiera querido enviarle, según la sentencia inapelable del cura del pueblo.

¿A dónde voy con este intento de prosa poética? A dejar en claro que en la crisis económica que de nueva cuenta se nos viene encima a los mexicanos, las mujeres y la unión familiar habrán de salvarnos de un poderoso estallido, de hecho muy violento. No sé cómo, pero ellas logran a diario el milagro de las tortillas y de los frijoles en las mesas más humildes de la nación. Sólo pretendía en estas breves líneas rendirles un sentido y respetuoso homenaje a las grandes heroínas de México. Solo ellas podrán impedir otra revuelta social.

@fmartinmoreno